“(Somos) como la hierba que crece en la mañana. En la mañana florece y crece; a la tarde es cortada, y se seca” (Salmo 90:5, 6).

 

  El otro día todos nos quedamos sobrecogidas viendo la fuerza brutal de la naturaleza arrancando árboles de cuajo, parando tráfico, dejándonos paralizados sin trenes, ordenadores, luz y agua en casa, esto, a algunos, y a otros desgarrados por dentro ante la cruda realidad de la muerte. Dolimos con los enlutados, y nos damos cuenta de nuevo de nuestra fragilidad como seres humanos.

 

            Últimamente hemos sido testigos de daños incalculables por el poder indomable de la naturaleza, por huracanes, inundaciones, ciclones: vientos y aguas. Los hombres del tiempo pueden predecir con más o menos acierto que vienen vientos huracanados, pero son impotentes de frenarlos. 

 

            Solo ha habido un hombre capaz de frenar el viento huracanado. Se puso de pie en un barco que estaba a punto de hundirse con la fuerza del viento y las olas en un mar embravecido. Reprendió a los vientos y al mar y se hizo grande bonanza. Sus maravillados discípulos preguntaron: “¿Qué hombre es este, que aún los vientos y el mar le obedecen?”

 

            A este punto, algunos preguntarán: “Si Dios existe, ¿por qué permitió lo que pasó el sábado pasado?”  Esto no nos ha sido revelado. No lo sabemos. Lloramos con los que lloran, y tomamos nota de la brevedad de la vida. Moisés escribió hace muchos siglos que el hombre es como la hierba que por la mañana reverdece y florece y al atardecer se marchita y se seca. Dirigiéndose a Dios dijo: “Antes que los montes fueran engendrados, y nacieron la tierra y el mundo, desde la eternidad y hasta la eternidad, tú eres Dios. Haces que el hombre vuelva a ser polvo y dices: Volved, hijos de los hombres”. No sabemos porqué pasó todo aquello que causó un dolor tan desgarrador, pero sí sabemos que por encima de las fuerzas de la naturaleza está el Dios Creador y que él habla por la muerte de niños inocentes llamándonos a volver a él, que nuestro día pronto se acaba y volamos. Dios nos busca en las alegrías y tristezas de la vida, porque nos hizo y nos quiere. Un árbol caído, un nicho abierto, todo nos habla de Él.

 

            El mismo que paró los vientos y las olas en aquella señalada ocasión pasó por la muerte, él mismo. Murió y fue sepultado. Lloraron desconsoladamente los que le amaban, pero su dolor se convirtió en gozo tres días más tarde cuando resucitó, la primera persona a volver después de la muerte con un cuerpo indestructible. Este es el Evangelio de siempre, y él promete dar a los que creen en él la vida eterna. Promete que tendremos un cuerpo perfecto, libre de enfermedades y percances en un lugar sin lágrimas y dolor.

 

            Esto es lo que nos interesa. Nuestros cuatro días pronto se acaban. Somos tan poca cosa, tan modernos, con tanta tecnología, pero tan impotentes frente las grandes realidades de la vida. Vamos a dejarnos aleccionar por lo que hemos pasado. Inclinemos nuestro corazón a buscar a Dios, a volver a él, para encontrar en su Hijo la salvación de nuestra alma y una vida que nunca se acaba. 

 

            Esta es la esperanza que da sentido a esta vida.

M. Burt