La supervivencia de los más falsos 
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por Jonathan Wells, Ph.D.


 

                La ciencia sabe ahora que muchos de los pilares de la teoría darwinista son o bien falsos o engañosos. Sin embargo, hay textos de biología que siguen presentándolos como una evidencia tangible de la evolución. ¿Qué implica esto acerca de su criterio científico?
— Jonathan Wells

Si durante mis años de estudio de ciencia en Berkeley alguien me hubiera preguntado si creía lo que leía en mis libros de texto científicos, hubiera respondido de una forma muy similar a cualquiera de mis compañeros de estudios; me hubiera sentido perplejo de que siquiera se me hiciese una pregunta así. Naturalmente, uno podría encontrar pequeños errores, erratas y cosas así. Y la ciencia está siempre descubriendo cosas nuevas. Pero yo creía —lo tenía como un supuesto— que mis libros de texto científicos contenían el mejor conocimiento científico disponible en aquel tiempo.

Solo fue cuando acababa mi doctorado en biología celular y del desarrollo que me di cuenta de lo que al principio consideré como una extraña anomalía. El libro de texto que yo usaba presentaba de forma destacada unos dibujos de embriones de vertebrados —peces, gallinas, seres humanos, etc.— cuyas semejanzas se presentaban como evidencia de descendencia desde un antecesor común. Desde luego, los dibujos parecían muy semejantes. Pero yo había estado estudiando embriones durante algún tiempo, examinándolos al microscopio. Y me di cuenta de que los dibujos estaban sencillamente equivocados.

Volví a comprobar todos mis otros libros de texto. Todos ellos presentaban dibujos similares, y todos ellos estaban evidentemente equivocados. No solo distorsionaban los embriones que representaban, sino que omitían etapas tempranas en las que los embriones aparecen muy diferentes entre sí.

Lo mismo que en el caso de la mayoría de los demás estudiantes de ciencia, y como la mayoría de los científicos mismos, lo dejé pasar. No afectaba a mi trabajo de manera directa, y di por supuesto que aunque los textos estaban equivocados en esta cuestión por la razón que fuese, se trataba de una excepción a la regla. Pero en 1997 mi interés en los dibujos de los embriones se reavivó cuando el embriólogo británico Michael Richardson y sus colegas publicaron el resultado de su estudio en el que comparaban los dibujos de los libros de texto con embriones reales. Tal como se citó al mismo Richardson en la prestigiosa revista Science: «parece que está resultando ser uno de los más famosos fraudes de la biología».

Peor todavía, no se trataba de un fraude reciente. Ni tampoco era un descubrimiento reciente. Los dibujos de embriones que aparecen en casi cada libro de texto de bachillerato y de universidad son o bien reproducciones, o se basan en una famosa serie de dibujos realizados por el biólogo alemán del siglo 19 y ferviente darwinista, Ernst Haeckel, y los eruditos acerca de Darwin y de la teoría evolucionista han sabido que se trataba de falsificaciones durante más de cien años. Pero por lo que parece, ninguno de ellos consideró oportuno corregir esta falsa información presente en casi todas partes.

Todavía creyendo que se trataba de una circunstancia excepcional, sentí curiosidad por ver si podía encontrar otros errores en los textos normativos de biología que trataban de la evolución. Pero mi investigación reveló algo sorprendente: Bien lejos de ser excepciones, estas descaradas tergiversaciones son más frecuentemente la regla. En mi reciente libro las designo como «Iconos de la Evolución», porque muchas de ellas están representadas por las clásicas y constantemente repetidas ilustraciones que, como los dibujos de Haeckel, han servido demasiado bien para su propósito pedagógico, el de fijar una falsa información fundamental acerca de la teoría evolucionista en la mente del público.

Todos los recordamos de la clase de biología: el experimento que creó «los ladrillos de la vida» en un tubo; el «árbol» de la evolución, arraigado en el lodo primordial y ramificándose a una vida animal y vegetal. Luego había las estructuras óseas semejantes de, digamos, el ala de un ave y la mano de un hombre, las polillas del abedul y los pinzones de Darwin. Y, naturalmente, los embriones de Haeckel.

Lo que sucede es que todos estos ejemplos, así como muchos otros que se presentan como evidencia de evolución, resultan incorrectos. No solo ligeramente desviados. No solo ligeramente erróneos. Por lo que respecta a la cuestión de la evolución darwinista, los textos contenían distorsiones desmesuradas e incluso alguna evidencia inventada. Y no estamos hablando solo de textos de bachillerato que algunos pudieran excusar (aunque no se debiera) por adherirse a un estándar más bajo. También resultan culpables algunos de los libros de texto universitarios más prestigiosos y de más circulación, como Evolutionary Biology de Douglas Futuyma, y la última edición del libro de texto a nivel graduado Molecular Biology of the Cell, que tiene como coautor al presidente de la Academia Nacional de las Ciencias, Bruce Alberts. De hecho, cuando se eliminan las falsas «evidencias», el alegato en favor de la evolución darwinista, al menos en los libros de texto, queda tan debilitado que se hace casi invisible.

La vida en una botella

Cualquiera que en 1953 fuese lo suficientemente mayor para comprender la relevancia de la noticia recuerda lo impresionante, y, para muchos, lo inspiradora que fue. Los científicos Stanley Miller y Harold Urey habían tenido éxito en la creación de «los ladrillos» de la vida en una redoma. Imitando lo que creían que habían sido las condiciones naturales de la atmósfera de la tierra primitiva, y entonces haciendo pasar una chispa eléctrica por ella, Miller y Urey habían conseguido unos aminoácidos simples. Como los aminoácidos son los «ladrillos» de la vida, se creía que era solo cuestión de tiempo hasta que los mismos científicos pudieran crear organismos vivos. En aquel tiempo pareció ser una espectacular confirmación de la teoría evolucionista. La vida no era un «milagro». No había necesidad de ninguna actividad exterior o de inteligencia divina. Sólo era necesario juntar los gases necesarios, añadir electricidad, y la vida tenía que aparecer. Es un acontecimiento común. De esta manera, Carl Sagan podía así predecir confiadamente en la radio nacional que los planetas en órbita alrededor de aquellos «milesssss y milesssss de millonessss» de estrellas en el espacio tenían que estar abarrotados de vida.

Pero aparecieron problemas. Los científicos nunca pudieron ir más allá de los más simples aminoácidos en su simulado ambiente primordial, y la creación de las proteínas comenzó a resultar no un pequeño paso, ni un par de pasos, sino una gran sima, quizá imposible de salvar.

Pero el golpe de gracia al experimento de Miller-Urey llegó en la década de 1970, cuando los científicos comenzaron a llegar a la conclusión de que la atmósfera primitiva de la tierra no se parecía en nada a la mezcla de gases empleada por Miller y Urey. En lugar de ser lo que los científicos designan como «reductora», un medio rico en hidrógeno, la atmósfera primitiva de la tierra estaba probablemente compuesta por gases liberados por volcanes. Acerca de esta cuestión hay un consenso casi general entre los geoquímicos. Pero pongamos estos gases volcánicos en el aparato de Miller y Urey, y el experimento no funciona —en otras palabras, no aparecen «ladrillos» de la vida.

Aparato y experimento de Miller y Urey

¿Qué dicen los libros de texto acerca de este hecho tan incómodo? De modo general, lo silencian y siguen usando el experimento de Miller y Urey para convencer a los estudiantes de que los científicos han demostrado un importante primer paso en el origen de la vida. Entre estos libros de texto se encuentran el ya mencionado Molecular Biology of the Cell, del que uno de los coautores es el presidente de la Academia Nacional de las Ciencias, Bruce Alberts. La mayoría de los libros de texto dicen además a los estudiantes que los investigadores acerca del origen de la vida han hallado abundantes evidencias adicionales para explicar cómo la vida se originó espontáneamente —en lugar de decir a los estudiantes que los investigadores mismos reconocen en la actualidad que la explicación les sigue escapando.

Embriones falseados

Darwin pensaba que «de lejos la clase singular de pruebas más enérgicas en favor de» su teoría procedían de la embriología. Pero Darwin no era embriólogo, de modo que se apoyó en el trabajo del biólogo alemán Ernest Haeckel, que realizó unos dibujos de embriones de diversas clases de vertebrados para exponer que son virtualmente idénticos en sus etapas más tempranas, y que se diferencian de forma ostensible solo al desarrollarse. Fue este patrón el que Darwin encontró tan convincente.

Esta puede que sea la más insigne de las distorsiones, porque los biólogos han sabido durante más de un siglo que los embriones vertebrados nunca se parecen tanto como Haeckel los dibujó. En algunos casos, Haeckel usó el mismo grabado de madera para imprimir embriones que se suponía que pertenecían a clases diferentes. En otros, retocó sus dibujos para hacer que los embriones se pareciesen más que en la realidad. Los coetáneos de Haeckel lo criticaron en repetidas ocasiones por estas tergiversaciones, y fue objeto de numerosas acusaciones de fraude a lo largo de su vida. En 1997, el embriólogo británico Michael Richardson y un equipo internacional de expertos compararon los dibujos de Haeckel con fotografías de embriones reales de vertebrados, y demostraron de manera concluyente que los dibujos tergiversan la realidad.

Ilustración falseada de Haeckel sobre los embriones y evolución
Los dibujos son engañosos de otra manera. Darwin fundamentó sus inferencias de descendencia común sobre la creencia de que las etapas más tempranas en el desarrollo de los embriones son las más similares. Pero los dibujos de Haeckel omiten por entero las etapas más tempranas, que son muy diferentes, y arrancan a partir de un punto medio de mayor semejanza. El embriólogo William Ballard escribió en 1976 que es «solo mediante trucos semánticos y selección subjetiva de la evidencia», y «torciendo los hechos de la naturaleza» que alguien puede argumentar que las etapas tempranas de los vertebrados «son más semejantes que sus formas adultas». Pero se puede encontrar alguna versión de los dibujos de Haeckel en la mayor parte de los libros de texto de biología. Stephen Jay Gould, uno de los proponentes más visibles de la teoría evolucionista, escribió recientemente que deberíamos estar «asombrados y avergonzados por todo el siglo de reciclado irreflexivo que ha llevado a la persistencia de estos dibujos en una gran cantidad, por no decir que en una mayoría, de los libros de texto modernos». (Más adelante volveré a la cuestión de por qué es solo ahora que el Sr. Gould, que ha conocido estas falsedades durante décadas, ha decidido desenmascararlas ante el gran público.)

El árbol de la vida según Darwin

Darwin escribió en El Origen de las Especies: «Considero a todos los seres no como creaciones especiales, sino como los descendientes lineales de algunos pocos seres» que vivieron en el distante pasado. Él creía que las diferencias entre las especies modernas surgieron primariamente por selección natural, o por supervivencia de los más aptos, y describió todo el proceso como «descendencia con modificación».

Naturalmente, nadie pone en duda que tiene lugar una cierta cantidad de descendencia con modificación dentro de las especies. Pero la teoría de Darwin pretende explicar el origen de nuevas especies —de hecho, de todas las especies, por cuanto las primeras células emergieron del légamo primordial.

Esta teoría tiene la virtud de hacer una predicción: Si todos los seres vivos son descendientes por modificación gradual procedentes de una o de unas pocas formas originales, entonces la historia de la vida tendría que asemejarse a un árbol que se va ramificando. Desafortunadamente, y a pesar de declaraciones oficiales, esta predicción ha resultado ser falsa en algunos aspectos importantes.

El registro fósil muestra la aparición de los grupos más generales de animales plenamente formados alrededor del mismo tiempo en una «explosión del Cámbrico», en lugar de una divergencia a partir de un antecesor común. Esto Darwin lo sabía, y lo consideraba como una grave objeción a su teoría. Pero él lo atribuía a la imperfección del registro fósil, y creía que una investigación futura proporcionaría los antecesores que faltaban.

Pero el transcurso de un siglo y medio de una recolección continuada de fósiles solo ha servido para agravar el problema. En lugar de la aparición de ligeras diferencias al principio y luego el posterior surgimiento de diferencias mayores, las mayores diferencias surgen ya al mismo principio. Algunos expertos en fósiles describen esto como «evolución cabeza abajo», y observan que contradice el patrón de «cabeza arriba» predicho por la teoría de Darwin. Sin embargo, la mayoría de los libros de texto de biología actuales ni siquiera hacen mención de la explosión del Cámbrico, y mucho menos señalan al reto que significa para el evolucionismo darwinista.

Luego vino la evidencia procedente de la biología molecular. En la década de 1970 los biólogos comenzaron a contrastar el patrón del árbol ramificado de Darwin comparando moléculas en diversas especies. Cuanto más semejantes sean las moléculas en dos especies diferentes, tanto más estrechamente relacionadas se las supone. Al principio este método parecía confirmar el árbol de la vida de Darwin. Pero al realizar los científicos más y más moléculas, descubrieron que diferentes moléculas daban resultados en conflicto. El patrón de ramificación del árbol que se infiere mediante una molécula contradice con frecuencia el patrón que se obtiene con otra.

Árbol de la evolución en contradicción con los datos paleontológicos y bioquímicos

La estructura ramificada del «árbol de la vida» de Darwin ha quedado seriamente cuestionada por los datos del registro fósil y de la moderna biología molecular. (Ilustración de Biology, de Miller y Levine, publicado por Prentice-Hall)
El biólogo molecular canadiense W. Ford Doolittle no cree que el problema vaya a desaparecer. Quizá los científicos «no han alcanzado a encontrar el “verdadero árbol”», escribió en 1999, «no debido a que sus métodos sean inadecuados o porque hayan escogido los genes incorrectos, sino porque la historia de la vida no se pueda representar de forma adecuada como un árbol». Sin embargo, los libros de texto de biología siguen asegurando a los estudiantes que el Árbol de la Vida de Darwin es un hecho científico abrumadoramente confirmado por la evidencia. Pero a juzgar por la verdadera evidencia fósil y molecular, es una hipótesis no acreditada disfrazada de hecho.

Todos se parecen:
La homología en los miembros de los vertebrados

La mayoría de los libros de texto de biología muestran dibujos de extremidades de vertebrados que exhiben semejanzas en sus estructuras óseas. Los biólogos anteriores a Darwin habían observado este tipo de semejanza y la habían llamado «homología», y la atribuían a una construcción sobre un arquetipo o diseño común. Pero en El Origen de las Especies Darwin argumentó que la mejor explicación para la homología es la descendencia con modificación, y la consideró como evidencia en favor de su teoría.

Los seguidores de Darwin se apoyan en las homologías para ordenar a los fósiles en árboles ramificados que supuestamente exhiben relaciones de antecesores y descendientes. En su libro de 1990, Evolution and the Myth of Creationism [La evolución y el mito del creacionismo], el biólogo Tim Berra comparó el registro fósil con una serie de modelos de automóvil Corvette: «Si uno compara un Corvette modelo 1953 y un Corvette modelo 1954, poniéndolos juntos, y luego un modelo 1954 y un modelo 1955, y se sigue así, la evidencia de la descendencia con modificación resulta abrumadora»

Pero Berra se olvidó de un punto crucial, y evidente: Los Corvettes, que se sepa, no dan a luz a pequeños Corvettes. Lo mismo que todos los demás automóviles, están diseñados por personas que trabajan para las compañías automovilísticas. En otras palabras, hay una inteligencia exterior. Así, aunque Berra creía que estaba prestando apoyo a la evolución darwinista en lugar de a la explicación predarwinista, puso en evidencia, involuntariamente, que la evidencia de los fósiles es compatible con ambas cosas. El catedrático de derecho (y crítico del darwinismo) Phillip E. Johnson lo designó como «La Bobada de Berra».

La lección que debemos aprender de la Bobada de Berra es que es preciso especificar un mecanismo natural antes de poder excluir científicamente la construcción por designio como la causa de la homología. Los biólogos darwinistas han propuesto dos mecanismos: vías de desarrollo y programas genéticos. Según el primero, las características homólogas surgen de células y procesos semejantes en el embrión; según el segundo, las características homólogas están programadas por genes semejantes.

Pero los biólogos han sabido durante cien años que las estructuras homólogas no las producen vías semejantes de desarrollo. Y han sabido desde hace treinta años que a menudo tampoco las producen genes semejantes. De modo que no hay ningún mecanismo demostrado empíricamente para establecer que las homologías se deban a una descendencia común en lugar de a un designio común.

En ausencia de mecanismo, los darwinistas modernos han pasado a definir la homología simplemente como semejanza debido a una descendencia común. Según Ernst Mayr, uno de los principales arquitectos del moderno neodarwinismo: «A partir de 1859 solo ha habido una definición de homólogo que tiene sentido en biología: Los atributos de dos organismos son homólogos cuando derivan de una característica equivalente del antecesor común».

En esto tenemos un caso clásico de razonamiento en círculos. Darwin consideraba la evolución como una teoría, y la homología como evidencia en favor de la misma. Los seguidores de Darwin dan por supuesta la evolución como si estuviese establecida de forma independiente, y consideran la homología como su resultado. Pero entonces uno no puede usar la homología como prueba en favor de la evolución excepto razonando en círculos: La semejanza debida a la descendencia común demuestra la descendencia común.

Los filósofos de la biología han estado criticando este modo de hacer durante décadas. Como escribió Ronald Brady en 1985: «Al introducir nuestra explicación en la definición de la condición a explicar, no expresamos una hipótesis científica sino una creencia. Estamos tan convencidos de que nuestra explicación es verdadera que ya no vemos ninguna necesidad de distinguirla de la situación que estábamos intentando explicar. Las empresas dogmáticas de esta clase han de dejar finalmente el ámbito de la ciencia».

La homología ha resultado no ser prueba de la descendencia común, sino un problema para dicho concepto.

De nuevo, ¿cómo afrontan los libros de texto esta controversia? Una vez más, la pasan por alto. De hecho, dan a los estudiantes la impresión de que tiene sentido definir la homología en términos de descendencia común y luego darle la vuelta y usarla como evidencia en favor de la descendencia común. Y a esto le llaman «ciencia».

No hay nada que no se pueda pegar con un poco de cola:
Las polillas moteadas del abedul

Darwin estaba convencido de que en el curso de la evolución, «la Selección Natural ha sido el medio más importante, pero no exclusivo, de modificación», pero no tenía evidencia directa de esto. Lo mejor que pudo hacer en El Origen de las Especies fue dar «una o dos ilustraciones imaginarias».

Pero en la década de 1950, el médico británico Bernard Kettlewell proporcionó lo que parecía constituir una prueba concluyente de la selección natural. Durante el siglo precedente, las polillas moteadas del abedul habían cambiado de ser de un color predominante claro a ser de color oscuro de manera predominante. Se pensó que el cambio había tenido lugar debido a que las polillas oscuras se camuflan mejor sobre troncos de árbol oscurecidos por la contaminación, y que son por ello menos susceptibles a ser devoradas por las aves predadoras.

Para poner a prueba esta hipótesis de forma experimental, Kettlewell liberó polillas claras y oscuras en troncos de árboles cercanos en bosques contaminados y no contaminados, y luego observó mientras los pájaros devoraban las polillas más visibles. Como era de esperar, los pájaros comieron más polillas claras en el bosque contaminado, y más polillas oscuras en el bosque incontaminado. En un artículo escrito para Scientific American, Kettlewell designó esto como «la evidencia que le faltaba a Darwin». Las polillas moteadas pronto se convirtieron en el clásico ejemplo de la selección natural en acción, y la historia sigue apareciendo en la mayor parte de los libros de introducción a la biología, acompañada de fotografías de las polillas sobre los troncos de los árboles.

Pero en la década de 1980 unos investigadores encontraron evidencia de que la historia oficial era defectuosa —incluyendo el hecho significativo de que las polillas moteadas no se posan normalmente sobre los troncos de los árboles. Más bien, vuelan de noche y aparentemente se ocultan bajo las ramas superiores durante el día. Al liberar polillas sobre troncos de árboles cercanos a la luz del día, Kettlewell creó una situación artificial que no existe en la naturaleza. En la actualidad, muchos biólogos consideran nulos sus resultados, e incluso algunos incluso ponen en duda si la selección natural fue la responsable de los cambios observados.

Así, ¿de dónde salieron todas aquellas fotografías que aparecen en los libros de texto de polillas moteadas sobre troncos? Se trata de un montaje. Para facilitar las cosas, algunos fotógrafos incluso pegaron polillas muertas a los árboles. Naturalmente, aquellos que realizaron este montaje antes de la década de 1980 creían que estaban representando la verdadera situación de forma precisa, pero ahora sabemos que estaban en un error. Sin embargo, una examen de pasada a casi cualquier libro de texto de biología actual revela que se siguen empleando todavía como evidencia de selección natural.

En 1999, un escritor canadiense de libros de texto justificaba esta práctica: «Es preciso considerar la audiencia. ¿Cuán complicado lo quieres hacer para el principiante?», en palabras de Bob Ritter, citado en la publicación Alberta Report Newsmagazine de abril de 1999. Los estudiantes de instituto «tienen todavía una mentalidad muy concreta en la forma que aprenden», proseguía Ritter. «Queremos comunicar la idea de la adaptación selectiva. Más tarde pueden considerar el trabajo de forma crítica.»

Las polillas moteadas y el melanismo industrial, una evidencia fabricada.

Por lo que parece, esto de «más tarde» puede llegar a ser mucho más tarde. Cuando el Profesor Jerry Coyne de la Universidad de Chicago se enteró de la verdad en 1998, estaba bien adentrado en su carrera como biólogo evolucionista. Su experiencia ilustra cuán insidiosos son realmente los iconos de la evolución, por cuanto extravían tanto a los expertos como a los principiantes.

Picos y pájaros:
Los pinzones de Darwin

Un cuarto de siglo antes que Darwin publicase El Origen de las Especies, estaba formulando sus ideas como naturalista a bordo del barco británico de exploración H.M.S. Beagle. Cuando el Beagle visitó las Islas Galápagos en 1835, Darwin recogió especímenes de la fauna y flora autóctona, incluyendo algunos pinzones.

Aunque los pinzones tuvieron en realidad poco que ver con el desarrollo de la teoría evolucionista de Darwin, han atraído una considerable atención de parte de los modernos biólogos evolucionistas como evidencia adicional de la selección natural. En la década de 1970, Peter y Rosemary Grant y sus colegas observaron un aumento de un 5 por ciento en el tamaño de los picos después de una intensa sequía, debido a que los pinzones se quedaron solo con semillas difíciles de partir. El cambio, aunque significativo, era pequeño; sin embargo, algunos darwinistas pretenden que explica incluso el origen primero de la especie de los pinzones.

Un opúsculo publicado en 1999 por la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos describe los pinzones de Darwin como «un ejemplo particularmente convincente» del origen de las especies. El opúsculo cita el trabajo de Gran y explica cómo «un solo año de sequía en las islas puede llevar a cambios evolutivos en los pinzones». Dicho opúsculo calcula también que «si se dan sequías alrededor de cada 10 años en las islas, podría surgir una nueva especie de pinzón en unos meros 200 años».

Pero este opúsculo silencia que los picos de los pinzones revirtieron a la normalidad después que volvieron las lluvias. No hubo una evolución neta. De hecho, hay diversas especies de pinzones que actualmente parecen estar mezclándose mediante hibridación, en lugar de divergiendo por selección natural tal como lo demanda la teoría de Darwin.

Los pinzones, una evidencia de reversión, no de evolución.

La supresión de la evidencia para dar la impresión de que los pinzones de Darwin confirman la teoría evolucionista bordea la mala práctica científica. Según el biólogo de Harvard Louis Guenin (escribiendo en Nature en 1999), las leyes sobre títulos garantizados de los Estados Unidos nos proporcionan «nuestra fuente más rica de directrices experimentales» para definir qué constituye mala práctica científica.  Pero un corredor de bolsa que diga a sus clientes que se puede esperar de unas acciones determinadas que doblen de valor en veinte años porque subieron un 5 por ciento en 1998, a la vez que oculta el hecho de que las mismas acciones descendieron en un 5 por ciento en 1999, podría ser acusado de fraude con toda razón. Como escribió el catedrático de derecho de Berkeley Phillip E. Johnson en The Wall Street Journal en 1999: «Cuando nuestros científicos líderes tienen que recurrir a la especie de distorsión que llevaría a un corredor de bolsa a la cárcel, es que están en un verdadero aprieto.»

De los simios a los humanos

La teoría darwinista se manifiesta realmente de forma abierta cuando se aplica a los orígenes de la humanidad. Aunque apenas si mencionó este tema en El Origen de las Especies, posteriormente Darwin escribió con profusión acerca de esto en El Linaje del Hombre. «Mi propósito», explicaba él, «es demostrar que no existe ninguna diferencia fundamental entre el hombre y los animales superiores respecto a sus facultades mentales» — incluso en lo tocante a la moralidad y a la religión. Según Darwin, la tendencia de un perro a imaginar una agencia oculta en cosas movidas por el viento «se transmitiría fácilmente a la creencia en la existencia de uno o más dioses».

Naturalmente, ya mucho antes de Darwin existía el conocimiento de que el cuerpo humano forma parte de la naturaleza. Pero Darwin iba mucho más lejos. Lo mismo que los filósofos materialistas desde la antigua Grecia, Darwin creía que los seres humanos no son nada más que animales.

Pero Darwin necesitaba evidencia para confirmar su conjetura. Aunque los Neanderthales ya habían sido descubiertos, no se consideraban entonces como ancestros humanos, de modo que Darwin no tenía evidencia fósil a favor de su punto de vista. No fue sino hasta 1912 que el paleontólogo amateur Charles Dawson anunció que había hallado aquello que los darwinistas estaban buscando, en una cantera de grava en Piltdown, Inglaterra.

Dawson había encontrado parte de un cráneo humano y parte de un maxilar inferior de forma simiesca con dos dientes. No fue sino hasta cuarenta años más tarde que un equipo de científicos demostró que el cráneo de Piltdown, aunque quizá de miles de años de antigüedad, pertenecía a un ser humano moderno, mientras que el fragmento de la mandíbula era más reciente y pertenecía a un orangután moderno. La mandíbula había sufrido un tratamiento químico para hacerla parecer fósil, y sus dientes habían sido limados de forma deliberada para hacerlos parecer humanos. El hombre de Piltdown era un fraude.

La mayoría de los textos modernos de biología ni tan siquiera mencionan Piltdown. Cuando los críticos del darwinismo suscitan el tema, se les dice generalmente que este incidente sencillamente demuestra la capacidad de autocorrección de la ciencia. Y así lo fue en este caso —aunque la corrección se tomó más de cuarenta años. Pero la lección más interesante que se puede aprender de Piltdown es que los científicos, lo mismo que cualquier otra persona, pueden ser engañados a ver lo que quieren ver.

La misma subjetividad que preparó el camino para Piltdown sigue infestando las investigaciones acerca de los orígenes humanos. Según la paleoantropóloga Misia Landau, las teorías de los orígenes humanos «exceden con mucho a lo que se puede inferir del estudio de los fósiles solos y de hecho imponen una pesada carga de interpretación sobre el registro fósil —carga que queda aliviada al colocar los fósiles en estructuras narrativas preexistentes». En 1996, el conservador del Museo Americano de Historia Natural, Ian Tattersall, reconoció que «en paleoantropología, las pautas que percibimos son probablemente tanto el resultado de nuestras actitudes inconscientes como de la evidencia misma». El antropólogo Geoffrey Clark, de la Universidad Estatal de Arizona, se hizo eco de esta postura cuando escribió: «Seleccionamos entre conjuntos alternativos de conclusiones de las investigaciones siguiendo nuestros prejuicios y conceptos previamente asumidos». Clark sugería que «la paleoantropología tiene la forma pero no el fondo de la ciencia».

Los estudiantes de biología y el público en general son raras veces informados de la profunda incertidumbre acerca de los orígenes humanos que aparece reflejada en estas declaraciones de expertos científicos. En lugar de esto, se les alimenta con las últimas especulaciones como si fuesen realidades. Y la especulación va generalmente ilustrada con fantasiosos dibujos de hombres de las cavernas, o con fotografías de actores humanos muy maquillados.

¿Qué está pasando aquí?

La mayoría de nosotros supone que lo que oímos de parte de científicos es relativamente digno de confianza. Los políticos podrían distorsionar o empujar la verdad para respaldar un plan preconcebido, pero los científicos, se nos dice, tratan acerca de hechos. Sí, pueden equivocarse en ocasiones, pero la belleza de la ciencia es que se puede someter a prueba empírica. Si una teoría está equivocada, esto lo descubrirán otros científicos que realicen experimentos independientes bien para reproducir o para refutar sus resultados. De esta manera se examinan constantemente los datos y las hipótesis se transforman en teorías ampliamente aceptadas. De modo que, ¿cómo explicamos una distorsión tan extendida y duradera de los datos específicos que se emplean para respaldar la teoría evolucionista?

Quizá el evolucionismo darwinista ha adoptado una significación en nuestra cultura que tiene poco que ver con su mérito científico, sea éste cual sea. Una indicación de ello se observó en la reacción casi universal y hostil contra la resolución de la Junta Escolar de Kansas de dar lugar a la disidencia en la enseñanza estándar de la evolución (mucha de la cual, como acabamos de ver, es sencillamente errónea).

Según los medios de comunicación, solo los fundamentalistas religiosos ponen en duda el evolucionismo darwinista. Los que critican a Darwin, según se nos dice, quieren retrotraer a bombazos la ciencia hasta la Edad de Piedra y sustituirla con la Biblia. El creciente cuerpo de evidencia que contradice a las pretensiones darwinistas es ignorado olímpicamente. Cuando el bioquímico Michael Behe observó en el diario The New York Times el año pasado que la «evidencia» embriológica en favor de la evolución era un fraude, el darwinista de Harvard Stephen Jay Gould admitió que había conocido esto durante décadas (como se ha observado con anterioridad en el presente artículo), pero acusó a Behe de ser un «creacionista» por manifestarlo públicamente.

Ahora bien, aunque Behe respalda la idea de que algunas características de los seres vivos se explican mejor mediante un diseño inteligente, no es un «creacionista» en el sentido en que se emplea normalmente este término. Behe es un biólogo molecular cuyo trabajo científico le ha convencido de que la teoría darwinista no se ajusta a la evidencia observacional y experimental. ¿Por qué Gould, que sabe que los dibujos de Haeckel son una falsificación, descarta a Behe como creacionista por criticar dichos dibujos?

Sospecho que existe un interés activo aquí aparte del de la ciencia pura. Mi evidencia es el mensaje materialista más o menos explícito entretejido en muchos de los libros de texto. El libro de Futuyma Evolutionary Biology es típico de esto mismo, al informar a los estudiantes que «fue la teoría de la evolución de Darwin», junto con la teoría de Marx acerca de la historia y la teoría de Freud acerca de la naturaleza humana «lo que proporcionó un trampolín crucial para la plataforma del mecanismo y del materialismo» que ha sido desde entonces «el escenario de la mayor parte del pensamiento occidental». Un libro de texto cita a Gould, que declara abiertamente que los seres humanos no han sido creados, sino que son meramente las ramitas fortuitas en un árbol de la vida «contingente» (esto es, accidental). El darwinista Richard Dawkins, de Oxford, aunque no en libro de texto, lo escribió de forma más contundente: «Darwin hizo posible el ser un ateo intelectualmente satisfecho».

Estos son puntos de vista evidentemente filosóficos más que científicos. Futuyma, Gould y Dawkins tienen derecho a expresar su filosofía. Pero no tienen derecho a enseñarla como si fuese ciencia. En ciencia todas las teorías —incluyendo el evolucionismo darwinista— han de contrastarse mediante la evidencia. Por cuanto Gould sabe que la verdadera evidencia embriológica contradice los dibujos falseados en los libros de texto de biología, ¿por qué no adopta un papel más activo en limpiar la educación científica? Las tergiversaciones y omisiones que he reseñado aquí son solo una pequeña muestra. Hay muchas más. Durante demasiado tiempo el debate acerca de la evolución ha dado como supuestos unos «hechos» que no son ciertos. Es hora de eliminar las mentiras que obstruyen la discusión de la evolución a nivel popular, y de insistir en que las teorías se ajusten a la evidencia. En otras palabras, es hora de hacer ciencia de la forma en que se supone que se debe hacer.


Título: La supervivencia de los más falsos

Título original: Survival of the Fakest
Autor: Jonathan Wells, Ph.D.

Fuente: Survival of the Fakest, artículo aparecido originalmente en The American Spectator -Diciembre de 2000 / Enero de 2001 - con permiso del Instituto Discovery - Discovery Institute, www.discovery.org, Discovery Institute · 1511 Third Ave Suite 808 · Seattle, WA 98101 · EE.UU. de Norteamérica.

Traducción del inglés: Santiago Escuain

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